3 Tercera conversación



¡Nada, que no consigo avanzar en mis legítimas dudas! Dios no sale de lo suyo, el bien; y el Diablo, que sin duda está más dotado para la filosofía, es evidente que trata de ocultar lo que verdaderamente sabe. Sin duda que debe tener sus razones, pero es desconcertante. Han pasado ya varios días desde la última charla. La verdad es que no he tenido mucho tiempo y no he pensado en invocarlos. Los acontecimientos del mundo están revueltos, y sin duda que los dos, Dios y el Diablo, tienen mucho que ver con ellos. Mientras yo vivo ingenuamente entregado a mi razonable existencia, lo que me proporciona una larga y saludable juventud, la irracionalidad se ha instalado del mundo de las finanzas. La culpa la han tenido dos o tres políticos norteamericanos que no asumieron que la política es el brazo social de la razón y del Derecho; es decir, que en realidad no eran políticos. ¡Con decir que uno de ellos era un actor de tercera fila y que ni siquiera se puede considerar que era un artista! Los otros eran simplemente lerdos, sobre todo el último. ¡Lo más negado para la filosofía! Debía creer que Platón era el título de la una película sobre la guerra del Vietnam y que Aristóteles fue un millonario griego que se casó con la viuda de Kennedy. Su maldad, citando las teorías del Diablo, fue que no se paró a razonar si el dolor que causaban a tantos millones de personas en todo el mundo, ya sea por sus belicosas intervenciones o por favorecer el libre mercado sin apenas regulaciones, tenía una legítima justificación. Afortunadamente el Diablo, que una vez más tiene razón, ha enderezado las cosas e inspirado al pueblo norteamericano para que eligiera, ¡por fin!, a un político de verdad, con todos sus defectos, desde luego, que se está replanteando esas razones con argumentos más inteligentes y por tanto más gratos a Dios. Los buenos políticos deben surgir de las facultades de Derecho o Filosofía, pero no de Economía o de Bellas Artes ¡y mucho menos de Hollywood! Otra cosa es que se lo permitan esa pandilla de ignorantes, financieros y economistas, que comercian con el dinero de los demás para beneficio propio, sin tener en cuenta valoración moral alguna. Creen que el mercado sabe decidir por sí mismo lo que es bueno o malo para el ser humano y no entiende que el mercado no es más que un mecanismo al servicio del hombre moral y no viceversa, que el hombre moral debe de estar al servicio del mercado, ¡lo que es imposible que pueda suceder! Pero ahora lo están pagando caro. Bueno, a decir verdad lo estamos pagando todos, pero al menos yo vivo en un país donde la política sí está al servicio de la razón y del derecho, y espero que no nos afecte demasiado. Antes bien, confío en que suceda todo lo contrario: que seamos el modelo a imitar en el futuro.

Pero con todos estos líos me estoy olvidando de lo fundamental y mi pregunta queda sin contestar. Ya no espero nada de Dios, pero cada vez estoy más convencido que el Diablo tiene la respuesta, pero por alguna razón se la calla.

—¡Es que la respuesta no es de utilidad para el ser humano!

—¡Ah, entonces hay respuesta! Perdona que ni siquiera te he saludado.

—Vives demasiado obcecado con un asunto que carece de interés para ti.

—Entonces si carece de interés ¿por qué surge la pregunta?

—Es… ¡por un desajuste de la mente humana! No debiera decir esto si no es en presencia de Dios, pero la creación no es perfecta; es más, la creación misma es fruto de una imperfección… ¡de la nada!

—¡Ah, entonces mi intuición era cierta!

—Me extraña que Dios no intervenga ya en esta nueva charla.

—Es que la última vez se fue con dudas…

—¡Yo no tengo dudas sobre mis cosas, sólo las tengo sobre las del Diablo! Hola a los dos…

—Hola, Dios, me alegra de que intervengas otra vez en la charla. Esta conversación no sería lo mismo sin tu opinión.

—Sobre mi creación estoy plenamente seguro. Lo sé todo: pasado, presente y futuro, pero si la mente humana puede llegar a concebir que haya algo por encima de mí, entonces yo me pierdo, sobrepasa mi poder. Yo no tengo medio alguno de saber nada sobre mis orígenes porque según mi propia opinión carezco de orígenes. Yo no puedo entrar a discutir asuntos que me sobrepasan. Debí cometer algún error en mi creación, tal y como te decía el Diablo, para que tú puedas plantearte semejante pregunta. Si aceptaras la idea de que la nada no existe, el problema estaría resuelto, pero insistes en buscarle tres patas al gato, como se suele decir…

—¡Ejem!

—¿Quieres decir algo, Diablo?

—Sí, pero es un asunto delicado, no se si debería…

—Habla claro, Diablo, tú mismo me dijiste que las opiniones en la cara y sin tapujos.

—Pero Dios vive en la ingenuidad de que Él es único, omnipotente y absoluto creador de todo lo visible… pero no es así. Él ni siquiera ha creado este mundo…

—¡Esta si que es buena! Entonces que alguien me diga por qué yo sé de antemano en lo que devendrá el mundo, porque vivo tanto en su pasado, en su presente como en su futuro. Yo sé lo que sucederá mañana, y pasado y al otro y todo cuanto sucede en el mundo está previsto según mis designios, ¡porque yo soy su creador!

—¡Pero el Diablo debe tener algún argumento para hacer semejante afirmación!

—¡Ahora nos vendrá con que también el mundo es su creación!

—Imposible, yo no puedo hacer semejante afirmación, porque no sería lógico. ¿Cómo puedo yo ser el creador del mundo y desconocer, como tú, tanto mis orígenes como mi destino?

—¡Tu destino soy yo!

—El mío sí, pero no el de la naturaleza. ¡La naturaleza es razonablemente eterna! Nosotros no somos más que seres meramente instrumentales y circunstanciales, ¡al servicio de la naturaleza!

—¡Un momento, un momento; pongamos un poco de orden! Aquí han salido conceptos nuevos que hay que aclarar: mundo y naturaleza. Por muy Dios o Diablo que seáis esto no funciona sin un poco de rigor filosófico. En primer lugar, Diablo, ¿qué entiendes tú por mundo?

—Esa es una complicada pregunta. Prefiero que sea Dios quien empiece dando su opinión.

—¿El mundo? ¿Pues qué va a ser el mundo?: el universo, el cosmos; todo lo que existe, todo lo visible y lo invisible; lo conocido y lo por conocer, es decir, ¡Yo!

—¿Y tu definición, Diablo?

—El mundo es sin duda el cosmos, pero también eres tú mismo, o una cucaracha, o un microbio que no se ve a simple vista. La verdadera definición de mundo la desconoce Dios, por su escaso interés por la filosofía y excesivo apego por la teología. En filosofía podemos decir que un mundo es toda unidad espacio-temporal contenida en un organismo. Lo que define al mundo es su totalidad en sí mismo. Por eso decimos vulgarmente «cada persona es un mundo» o «el mundo de los caballos» o «el mundo es un pañuelo», etc., porque siempre nos referimos a una totalidad de algo afín y consustancial, sin que quede determinado cuál es su espacio.

—Entonces Dios lleva razón: Él es también una totalidad afín; la totalidad de todas las totalidades espacio-temporales, por decirlo de alguna manera.

—Sí, ¡pero no es la única! Él es sin duda el Dios del universo…

—¿Entonces, en qué quedamos?

—¿Pero no lo entiendes? Ese es precisamente el desarreglo de la mente humana. Todos los mundos necesariamente tienen una duración. Como unidades espacio-temporales no son eternas, ¡el tiempo termina por hacerlas desaparecer! Si Dios es una totalidad también tendrá necesariamente que desaparecer. El universo es una totalidad y tendrá que desaparecer cuando se agote su tiempo.

—Por esa razón tú sabes algo que te callas, ¡porque tú entiendes sobre tiempo más que el mismo Dios!

—¡Yo no necesito entender el tiempo, porque como Dios soy todo el tiempo!

—¡Perdona, todo «tu» tiempo; el de tu mundo o de tu universo, pero no tienes ni idea de lo que es el tiempo en sí mismo. A un mundo le sucede otro nuevo mundo y, perdona que te lo diga de forma tan categórica y sin rodeos, ¡cada mundo tiene su propia duración, es decir, su propio Dios!

—Acepto que lo mío no es la filosofía, pero aquí hay una contradicción simple: si el mundo es todo, no puede haber más que todo. Reconozco que suena extraño, pero no hay alternativa razonable para creer que fuera del todo puede haber algo; es decir, fuera de mí mismo no puede haber nada.

—Mejor podría decir: la nada; ¡y esa era mi pregunta desde el principio!

—Yo no he dicho que la existencia no transcurra en un todo, eso ya lo sabía desde hace veinte siglos o más, desde mi afición por la filosofía, lo que yo cuestiono es la dimensión y estructura precisamente del todo, pues nuestras mentes, tanto la de Dios como la mía, no están capacitadas para hacerse una idea verdadera del todo, de ahí que nunca lleguemos a verle un final, donde se supone que no hay nada, ¡porque siempre hay algo!

—Pero ¿dónde hay siempre algo?

—¡En la naturaleza, ya te lo he dicho!

—Entonces la naturaleza no tiene principio ni fin.

—No, que nosotros podamos concebir.

—Pero Dios dice…

—Él puede concebirlo menos que nadie; Dios sólo se concibe a sí mismo y no va más allá de su propia duración como Dios de un universo necesariamente finito, pero que para nosotros es todo. De lo que estamos hablando es del lugar donde se encuentra el mismo universo. Un espacio y un tiempo donde se encuentra esa magnitud delimitada por otro tiempo y por otro espacio como es nuestro universo.

—¿Pretendes decir que yo no soy un Dios único; que hay más dioses y más universos?

—¡Te has pasado, Diablo!

—Ya advertí que a Dios esta idea no le haría ninguna gracia. Él no puede ver más allá de la dimensión espacio-tiempo de nuestro universo, yo sí.

—¿Tú sí?, ¿y por qué razón, si puede saberse?

—Por que yo… Bueno, para decirlo de alguna manera, porque yo viajo, pero no sólo por este mundo, sino por los otros. ¡Yo estoy siempre en movimiento y cuando un mundo se acaba, empiezo otro! ¿Lo entiendes? Yo no puedo estarme quieto ni un instante, eso es inconcebible, porque ¡la realidad no es más que movimiento! Si cesara el movimiento cesaría la misma realidad.

—Entonces, cuando un mundo se acaba, ¿qué pasa con Dios?

—No es correcto que lo diga yo. Él ya debe saberlo.

—¡La nada; por eso yo no puedo tener fin!

—Ya sabía yo que esa sería su respuesta, ¡simplemente es incapaz de concebir el movimiento! ¡Él no se ha movido en su vida! En efecto, la nada, es decir, ¡desaparece sin dejar ni rastro!

—¿Cómo es posible?

—¿Pero es que no lo he expuesto con suficiente claridad? Si Dios tiene un tiempo de duración, mientras dure y haya tiempo hay movimiento y es posible la existencia de las cosas, y por tanto, hay algo. Pero si se consume el tiempo se termina el movimiento y no hay nada, ¡ni Dios!… Excepto el espacio potencial donde estaba el propio Dios, que es lo que ahora llamamos precisamente la nada.

—¡Absurdo! ¡No hay nada más allá de Dios!

—¿Lo ves? ¡Siempre la misma canción, y de ahí no hay quien lo saque!

—Y ¿qué es ese espacio donde se supone que está Dios?

—¡Ahí es donde tú quieres llegar!

—¡Sí, precisamente esa es la única duda que me estropea mi tranquilidad de espíritu!

—Pero ¿qué objeto tiene el saberlo? Tú y tu mundo desapareceréis con el final del tiempo de vuestro Dios… ¡Esa es la realidad; nuestra realidad! Ésa es otra dimensión espacio-temporal, en la que sólo yo tengo acceso, y sólo en contadas ocasiones.

—Bueno, aunque no tenga para mí sentido práctico y sea irreal, ¿hay alguna razón por la que no deba saberlo?

—Pregúntaselo a Dios. Los seres humanos alcanzáis vuestra realización moral al llegar a conocer a Dios y ser a su imagen y semejanza, pero si pretendéis sobrepasarlo eso os sitúa otra vez en el punto de partida, es decir, ante la ignorancia de algo nuevo y desconocido, o dicho de otra manera, de nuevo ante el mal en sus peores momentos.

—Ningún ser humano debe aspirar a conocer más allá de los atributos de su Dios, es decir, los míos. Yo proporciono felicidad, placer y alegría. Si tú mismo presumías de gozar de ambas cosas, ¿qué necesidad tienes de hacerte preguntas que te devuelven al Diablo en sus orígenes? ¡Yo te ofrezco el Paraíso!

—¡Es el desarreglo mental de que os hablaba a los dos! ¡Un fallo en el sistema de la nada! ¡No hay tal Paraíso, porque no hay tal nada!

—¡Bueno, ya está bien de tomarme el pelo! Si la nada es una idea y todas las ideas tienen un significado, ¿qué narices significa la idea de la nada, y por qué existe como tal idea? ¿Cuál es su necesidad?

—Que te conteste el Diablo, yo no necesito saberlo; no puedo concebir tal idea, ¡esa idea debe ser cosa del Diablo!

—En efecto, la idea de la nada, como todas las demás, la he inventado yo. ¡Dios no tiene ideas!; es decir, sólo tiene una idea, la de sí mismo, pero como has podido ver resulta demasiado monótona y aburrida. La idea de la nada representa lo inconcebible; lo que no puede verse ni experimentarse porque está en lo potencial. Pero eso no quiere decir que por el hecho de que no podamos ver o experimentar algo sea necesariamente «nada»; se trata de una idea provisional absolutamente necesaria para progresar en el conocimiento de las cosas. ¡Donde hoy no hay nada mañana puede haber algo! Es, por decirlo de alguna manera, una barrera necesaria para el desarrollo de las propias ideas y para la consistencia de la misma realidad en que nos movemos.

—Por tanto, la idea de Dios está limitada por la nada…

—¡Correcto! De ahí su obsesión por la nada, a la que Él prefiere llamar el Paraíso. Una manera como otra cualquiera de hacer deseable lo desconocido.

—¡Interesante!

—¡Absurdo!

—¡No tan absurdo! Para que se cause una idea es fundamental un punto de partida y otro de llegada en un pensamiento. Todo lo que está fuera de ese espacio ¡es la nada!

—¡Entonces, Diablo, me das la razón: yo soy todo lo existente como idea que soy de todo y lo que no se puede concebir fuera esta idea, que es todo, simplemente no existe, ¡no es nada!

—¡Me estoy perdiendo!

—No, si Dios lleva razón; el problema es que la nada, como decía, es una irrealidad temporal, un espacio desconocido, pero potencialmente existente. Dicho con todo rigor filosófico: «está, pero todavía no es ni existe».

—¡Por eso Parménides decía que el «el ser no puede no-ser»!

—¡Correcto! El ser siempre ha sido, pero visto desde nuestra propia perspectiva de la realidad espacio-temporal, no siempre ha existido. Cuando llega a existir no es más que un ser limitado por una duración, siempre dentro de un espacio-tiempo concreto.

—¡Eso debe referirse a ti, Dios!

—Lamento decir que no puedo estar de acuerdo, y me estoy aficionando a algo que en realidad no me interesa, como es la filosofía, un asunto del Diablo, pero ¿cómo puede el ser permanecer sin existir?

—¡Ahí está la gracia! ¡Es que siempre ha existido, pero en diferentes dimensiones espacio-temporales! Por eso cuando pensamos en el ser lo hacemos desde la perspectiva de nuestra propia realidad o dimensión, y el ser que existe en otra dimensión para nosotros no existe, porque no se puede mesurar con nuestro propio espacio y tiempo y está fuera de nuestra duración, pero el que no exista no quiere decir que no sea, de otro modo ¿cómo podríamos plantear su hipótesis?

—¡Luego después de mí, es la nada!

—¡Desde luego, desde luego; después de ti, la nada! Pero este muchacho no se conforma con aceptar los hechos tal y como son en apariencia, lo que le llevaría a ti sin más preguntas. ¡El quiere saber lo que es «en realidad» la nada!

—¡Eso es pecado de soberbia!

—¡Por favor, Dios, que estamos en el siglo XXI! Eso del pecado está un poco pasado de moda. Ahora se dice simplemente que es incorrecto o poco realista, ¡pero pecado! ¡Ponte al día!

—¡Yo siempre estoy al día!

—En asuntos de la moral e incluso de la verdad sobre este mundo, de acuerdo, pero en asuntos de la razón especulativa y de la filosofía, nunca has estado muy actualizado. Las personas no sólo experimentan aquello que desean conocer, también plantean hipótesis sobre todo lo concebible, a pesar de que no pueda ser experimentado ni, por tanto, conocido, precisamente ¡por ser de otro mundo!

—Pero ese proceder no les hará dichosos.

—Yo soy razonablemente feliz, probablemente por encima de la media normal, y me hago esas preguntas. En la vida real no reniego de ti y me agrada la idea de que el Diablo se esté reformando, pero la mente no puede evitar cuestionarse todo aquello que sea razonable, sea real o irreal; de este o de otro mundo.

—Pero, ¿qué sentido tiene plantearse hipótesis sobre cosas que no tienen utilidad para la vida real? Si yo soy el destino de este mundo, incluida su humanidad, ¿por qué preguntarse qué hay más allá de ese destino, si como el propio concepto indica, el destino es el fin último de todo lo creado por mí?

—¡Es inútil, Dios no aceptará jamás ninguna idea que le sobrepase! Pero es evidente que a diferencia de los animales, que sólo conocen aquello que necesitan saber con sentido práctico, el ser humano quiere saber por amor a la verdad, sin buscarle utilidad alguna a lo que descubre por medio de la razón. ¡Es lo más natural! Si su mente está capacitada para trascender la idea misma de Dios, es inevitable que lo haga. ¡Es el desarreglo de que te hablaba con anterioridad!

—¡No es ningún desarreglo mental! En mi opinión, y admito que como ser humano es muy limitada, todo saber debe tener tarde o temprano alguna utilidad, incluso aquello que trasciende la misma realidad y pueda parecernos irreal. De hecho no soy el primero en hacerse estas preguntas. ¡Éstas han sido las cuestiones fundamentales desde el inicio de la filosofía!

—Dios no quiere admitir lo que es evidente: yo soy quien busca la verdad, y puesto que fui anterior a Dios, debo ser también posterior…

—¡Por fin lo has soltado, Diablo! ¡De manera que el mito de que tú eres un ángel caído no es verdad!

—Sólo a medias, ¡y creo que he metido la pata! ¡Nunca debí desvelar este secreto!

—¿Qué secreto? ¡Para Dios no hay secretos!

—Sobre las cosas de este mundo, pero no de otros; de otros mundos no tienes ni la menor idea.

—¡Cuenta, Diablo!

—En otra ocasión, ya he hablado bastante. El Diablo debe ser comedido en sus descubrimientos porque cuando deje de ser malo, es decir, ignorar las cosas de este y de otros mundos, será el fin…

—¡Pero sólo de este mundo!

—¡Por supuesto, ya he dicho que la naturaleza no tiene principio ni fin concebible! Bueno, hasta otra ocasión, también el Diablo necesita descansar.

—Ya te lo había dicho, no pidas al Diablo que te diga más de lo que él desee decirte. No sé si valdrá la pena que participe yo en la próxima charla. Sobre mí ya se ha dicho todo lo que se tiene que decir y yo no estoy interesado en saber nada sobre la nada, ¡y valga la redundancia! Así es que, adiós, y no sé si nos volveremos a ver. Pero no te olvides de que yo soy el límite de lo real y ¡más allá de Dios sólo puede haber maldad!

—Lo tendré en cuenta. Adiós, Dios.

—Adiós, hombre.

—Pues si no nos volvemos a ver, Dios, hasta que nos veamos las caras en el fin de tu mundo.

—¡Hasta entonces, Diablo!

—¡Hasta pronto, Diablo, yo sigo interesado en el tema del más allá!

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