2. Segunda conversación



Después de dos horas de charla, a mi entender no muy inteligente, con Dios y con el Diablo no he sacada nada en claro. Sigo pensando que esta parte de la realidad, es decir la vida y su correspondiente e inevitable muerte, no puede ser la más interesante. Debe de haber otra realidad donde no tengamos que soportar la irresponsable dualidad, con sus sabidas consecuencias, como la existencia del bien y del mal; la virtud y el pecado, etc., a la que no tengo ni idea cómo debo de calificar, que sea más perfecta e interesante que ésta. Como he dicho mi situación no es la más adecuada para averiguarlo. La vida me halaga otorgándome esta perniciosa y larga juventud y sus placeres. Gracias a mi propia inteligencia he aprendido a eludir muchos de sus dolores. En esta situación dudo de que esté en las mejores condiciones de responderme a la pregunta sobre el más allá. Ni siquiera Dios ha podido darme la respuesta, pues es evidente, a juzgar por sus propias palabras, que vive en un mundo totalmente limitado a sí mismo y no alcanza a ver más allá de sí mismo. Es decir, mucho me temo que Dios desconoce la causa de sí mismo, por lo que es evidente que no puede darme la respuesta. Ésta tendré que hallarla por mí mismo y sin su ayuda, pero dudo que me lo permita, pues supongo que no podré ir más allá de sus propias limitaciones, después de todo debo de estar hecho a su imagen y semejanza.

Por otro lado, y en tanto que el Diablo se mueve más, mejor dicho, es quien en realidad se mueve, sospecho que sabe más cosas de las que presume, pero por alguna razón se las calla. Dios no pudo tener una causa en sí mismo, por tanto debió ser causado por algo y ese algo es lo que me interesa saber e insisto que sólo el Diablo debe tener la respuesta. Por otro lado la respuesta, si la hay, sólo puede provenir del Diablo, pues es el único capaz de aprender cosas, ya que Dios lo sabe todo, ¡pero no sabe la causa de sí mismo porque es un conocimiento que está fuera de sí mismo! Por tanto es evidente que la próxima charla, si es que tengo una nueva oportunidad de volver a debatir con ellos dos, debería llevarme al Diablo a un lugar apartado y sin testigos y sonsacarle la verdad sobre este delicado asunto.

Sólo me preocupa pensar si no estaré perdiendo el tiempo en especulaciones inútiles y malogrando esta prolongada juventud. No obstante me consuela probarme a mí mismo que no la desperdicio en absoluto. Precisamente es por haberme cuestionado semejantes preguntas por lo que debo de gozar de esta misteriosa e inquebrantable buena salud y prolongada juventud. Por esa razón he aprendido otras cosas, muchas de las cuales tienen una indiscutible utilidad en la vida real. Por ejemplo estoy relacionado con una encantadora mujer, una preciosidad, a la que doblo en edad. Pese a ello me quiere apasionadamente y se entrega a mí sin reservas. Ella no hace cálculos sobre nuestras edades, porque no tiene sentido del tiempo; ella sólo tiene una innata capacidad para valorar las cosas según es su intensidad vital, porque necesita estímulos y yo debo de ser para ella como guindilla picante en un pastel de crema de chocolate. Por supuesto que yo no la defraudo. Ambos sabemos conectarnos sabiamente con las esencias de la vida, evitando sus defectos y sus contradicciones. La clave es dejar que la naturaleza haga bien su trabajo siguiendo un estricto plan basado en sus propios principios, ni más ni menos; sin excesos pero sin carencias. Verle el lado positivo de cada contratiempo, lo que obviamente me evita el considerarlos contratiempos. Cada cosa a su tiempo y cuando deba ser, y no cuando pueda ser. El poder es innecesario cuando se tiene como norma de conducta el deber. También tengo unos cuantos buenos amigos que me aprecian por mis locuras, que ellos asocian con genialidad. Como todos los buenos amigos gozan del estímulo de mi amistad a cambio de su generosidad y lealtad, es decir, cada cual le da al otro lo mejor que tiene, pero en la misma cantidad y sin regateos. Yo no tengo otra cosa que ofrecer que el fruto de mis extravagancias, que no es poco y escasea entre la gente común. Pasamos ratos divertidos, cada cual contando sus cosas, que todas son igualmente importantes. Por último, ya sea por mi aspecto saludable, por mi eterna media sonrisa o por mi sincera cordialidad, me encuentro con la paradoja de que apenas me cruzo con alguien, a quien suelo mirar a los ojos sin reparos, le da por sonreírme. Es una sensación difícil de explicar, pero es como si les diera los buenos días en algún lenguaje universal que todos entienden, ausente de toda maldad, pese a que todos estos astutos conocimientos no pueden venir de otra parte que del mismísimo Diablo.

De manera que puede decirse que la humanidad en su conjunto me resulta grata y yo debo resultarles así mismo también grato. Se me olvidaba decir que me sucede lo mismo con los animales, pero debe ser por otra razón. Hay en un parque cercano a mi casa una clase de pájaros que vienen a comer en mi mano. Tampoco me preocupa el dinero ni la manera de ganarlo, porque hasta la fecha éste ha venido a mí, de forma que bien pudiera decir milagrosa, siempre que me ha hecho verdadera falta. Y digo verdadera falta porque en la mayoría de los casos lo despilfarramos inútilmente.

Estoy al día en el uso de todos los prodigios de las nuevas tecnologías, incluido Internet, pero después de probarlos casi todos he renunciado a varios de sus inventos más espectaculares. Uno de ellos es el teléfono móvil. No me cabe la menor duda de que las personas que tienen necesidad de él no gozan como yo de los placeres de esta vida, sino todo lo contrario, sus esfuerzos no conducen a nada apreciable por la naturaleza, es decir, confío en que tarde o temprano se eliminen como se han eliminado tantos otros inventos también molestos e innecesarios, como debería suceder con la energía nuclear, una de las mayores aberraciones de la mente humana, que estoy seguro de que no agrada ni a Dios ni al Diablo. En resumen, mi vida no es lo que se dice un valle de lágrimas, sino todo lo contrario, vivo lo más cerca que se puede estar del Paraíso. Precisamente esto es lo que estoy tratando de averiguar y que hasta ahora ni uno ni otro me lo han querido aclarar: si existe el Paraíso en eso que obcecadamente llamamos la nada.

No es que mi insistencia en este asunto quiera decir que me quejo de las condiciones de vida de este mundo, que no es el caso, sino que es una pregunta inevitable en cualquier mente sana. Supongo que gozo del favor tanto de Dios como del Diablo, y no es una contradicción, pues es evidente que el mejor servidor de Dios es el propio Diablo, sin su apreciable ayuda no se cumplirían sus designios.

Pero siempre vuelve a surgir una y otra vez el asunto del bien y del mal, de sus causas y sus efectos y no estaría de más reanudar la discusión precisamente en este punto, pues es evidente que el mundo se debate entre una y otra influencia, pero carece de una idea objetiva para optar por uno o por otro.

—Hola. He escuchado la última parte de tus pensamientos, la primera carece interés para mí, y por las alusiones debo hacer alguna aclaración.

—¿Dónde está Dios?

—No tardará; no se pierde un debate si es interesante. Le gusta meter las narices en todas partes.

—¡Un poco de respeto!

—No, si él ya me conoce y por eso no se enfada. Ah, de debatir asuntos de Dios en privado y sin su presencia ni lo sueñes, lo que se tenga que decir en la cara y sin tapujos.

—¡Era una suposición, pero de acuerdo, siempre que hables claro en su presencia!

—¡Yo no temo a Dios!

—Eso suena muy fuerte, supongo que tendrás tus razones.

—¡Claro, somos colegas, pero cada uno en lo suyo!

—¡Pero Dios es todopoderoso!

—Sin duda, pero carece de la capacidad de demostrarlo. Como te dije, Dios no puede hacer otra cosa que permanecer inmóvil con su inmenso poder potencial. Pero no actúa, ni para remediar males ni para enviarlos. Yo sí, por lo que si nos referimos a la vida real yo soy infinitamente más poderoso que Él.

—¡Y sabes más cosas que te las callas!

—Posiblemente… ¡pero no quieras ir tan deprisa!

—¡No le preguntes al Diablo más que aquello que te quiera decir, en eso consiste su táctica!

—¡Ah, estás aquí!

—He estado desde el principio de la charla, ¡yo soy omnipresente!

—Entonces ¿por qué no te había visto hasta ahora?

—Debimos empezar por esto al principio. ¿Recuerdas el mito del Jardín del Edén? ¿Lo de la expulsión y todo eso?

—Claro, es lo primero que nos enseñan en las clases de religión. Los teólogos y religiosos se apresuran a enseñarnos que somos hijos naturales del demonio…

—¡Con razón!

—Yo no he sido visible siempre. Puede decirse que lo soy desde tiempos relativamente recientes. Para entendernos, desde lo del Paraíso. Desde entonces no he tenido ni un día de descanso, porque desde que dieron con mi idea todo el mundo me pide cosas imposibles, me hacen extrañas preguntas; me afirman o me niegan, incluso reniegan de mí casi a diario, ¡y no con la educación y vocabulario que cabría esperar después de tantos años! ¡Por no citar las barbaridades que se cometen en mi nombre!

—¡Yo no tengo la culpa! Son las consecuencias de la evolución, ya lo hemos comentado antes.

—En efecto. Antes de que apareciera vuestra especie, que es también la mía desde luego, ninguna criatura viviente tenía ni la más remota idea de Dios. Es más, no tenían ideas de ningún tipo, ni buenas ni malas; ni profundas ni estúpidas. Las cosas eran sencillas en aquellos tiempos…

—¡Y yo tenía buena imagen, no como ahora! Cuando se producía una muerte violenta nadie culpaba al Diablo, ¡era lo más natural y tenía que pasar!

—Entonces ¿queréis decir que sólo cuando nos hicimos una idea de Dios surgió además la idea del bien y del mal?

—¡Exacto! Pero no es tan simple.

—Permíteme que se lo explique yo, el Diablo tiene más facilidad de palabra para la filosofía, lo tuyo es la teología.

—¡Bueno, quien sea pero poneros de acuerdo!

—¿Qué es el mal?

—No lo sé con total certidumbre, pero San Agustín dijo que es la ausencia de bien.

—¡Correcto! Este obispo, pese a vivir tiempos poco razonables, dio con la respuesta correcta ¡porque más que teólogo era filósofo! Podemos decir que estaba más inspirado por mí que por Dios. Pero cometió un pequeño error de planteamiento. El mal es la ausencia del bien que tiene el Diablo, es decir, es una cuestión del Diablo y no de Dios.

—¿Y tú no dices nada?

—Lleva razón el Diablo, yo no me muevo en la dualidad maldad-bondad, ¡ni siquiera me muevo!, él sí. Yo soy inmutable, es decir, bien absoluto, que no puede devenir en mal, él, sin embargo, como parte de las substancias temporales, si se mueve en esta dualidad, por lo tanto, el mal es la ausencia de bien que hay en él. La idea es correcta.

—¡Nunca lo había visto así!

—¡Y espera y verás! Para que lo entiendas mejor, el mal es causar dolor sin una justificación lógica y razonable, por lo que el mal depende siempre de la lógica y la razón que justifican la acción de causar dolor. Por ejemplo, cuando un león caza una desprevenida e indefensa cría de gacela y le da muerte ante los ojos de la desesperada madre no decimos que sea una mala acción, sencillamente porque el león carece de la capacidad de razonar. Es pues una acción lógica y natural, ¡pero no es razonable! Por tanto la condición indispensable para la existencia del mal, y del bien desde luego, es estar dotado de razón; ser un ser humano razonable. ¿Comprendes?

—Entonces, sólo los seres humanos somos buenos o malos, pero no podemos hacer juicios de valor sobre la moralidad de los animales.

—¡Por supuesto que no! Pero los seres humanos que no justifican razonablemente el daño que causan tienen la misma categoría amoral que un animal.

—Y por esa misma razón sólo los seres humanos tienen la remota posibilidad de hablar conmigo o con el Diablo, pues no somos más que el aspecto moral de su existencia. Cuando hablamos de mí o del Diablo estamos hablando de moral, no de ciencia o de matemáticas, por poner dos ejemplos de otros aspectos de la existencia humana.

—Es decir, que vuestras ideas no tienen otra utilidad que resolver razonablemente cuando y cómo debemos causar dolor a los demás.

—¡O placer, no olvides la otra cara de la moneda!

—¿Cómo puedo olvidarlo si mi propia existencia es puro placer?

—¡Tú debes ser un caso raro de evolución moral avanzada!

—Gracias, es el mejor cumplido que me han hecho jamás, ¡sobre todo viniendo del Diablo!

—Dios no hace cumplidos.

—Pero tampoco críticas, mi pasividad tiene también su lado positivo, todo eso es asunto del Diablo. El ser humano empezó a saber si obraba bien o mal sólo cuando el Diablo se aficionó a la filosofía, algo inevitable en la evolución de su peculiar mentalidad, pero una de las causas más importantes de su previsible final como tal Diablo. La filosofía lleva inevitablemente a mí; es decir, el descubrimiento razonable de la verdad lleva al pleno descubrimiento de mi personalidad divina. La filosofía es el único camino para evitar el mal, porque si es preciso causar daño debe hacerse por una razón justificada, como cuando desinfectamos una herida con alcohol, pero como a la larga para el ser humano moral no habrá nada que justifique el causar dolor, alcanzará el estado de bondad absoluta y desaparecerá el mal.

—Yo siempre he creído que era la teología la ciencia de la moral.

—¡En absoluto! En tanto que la teología no es razonable puede justificar causar daño por razones que no están justificadas en la verdad, sino en el fanatismo de los dogmas.

—¡Pero se supone que los dogmas son revelados por ti mismo!

—Yo, como estoy cansado ya de decir, no puedo hacer tal prodigio, porque, insisto, no hago nada. Es el Diablo quien provoca esas supuestas apariciones y revelaciones.

—Pero ¿por qué?

—¡Por la dichosa intuición de Dios!

—¡El Diablo quiere decir la fe, pero no pronunciará esta palabra ni aunque le fuera en ello su perdición! Sí, éste es el único camino de comunicación abierto entre yo y los seres humanos. ¡Un auténtico agujero negro en la mente humana!

—¡Sin triunfalismos!, porque la intuición de Dios no dice de él nada en concreto, sino que trasmite una vaga, por no decir confusa, sensación de Dios, que debe ser razonablemente interpretada por mí. ¡Y no por la teología sino por la filosofía!

—Ya, razonablemente. Entonces las revelaciones son innecesarias.

—¡Totalmente! Y además regresivas para la moralidad de propio ser humano. Con el tiempo y la necesaria evolución, la razón por sí sola tiene capacidad suficiente como alcanzar una elevada moralidad social, incluso llegará inevitablemente a confluir con la bondad absoluta del propio Dios, que será, desde luego, el fin de mi misión en este mundo.

—En otras palabras, los pueblos gobernados sobre los fundamentos de la razón podemos decir que son los más divinos.

—Puedes simplificarlo así si lo deseas.

—Todo el daño que yo he causado a la humanidad no ha sido debido a mi maldad sino a mi ignorancia; a mi irracionalidad. Si soy malo es porque soy ignorante. Es decir, el mal está en el desconocimiento de Dios…

—¡Nunca hubiera esperado escuchar de tus labios semejante verdad! ¿Te estás haciendo viejo, Diablo?

—¡Por supuesto, yo no soy Dios, con toda su duración intacta, yo transcurro en el tiempo porque soy del mundo! Pero, por otro lado ¿es que no conoces el refrán «Sabe más el Diablo por viejo que por Diablo»?

—¡Bueno, vamos a llevar la charla sin acaloramientos y sin hacer de menos a nadie!

—Está bien, prosigue, Diablo.

—Yo he cometido infinidad de errores desde que el ser humano adquirió la capacidad del raciocinio. Antes las cosas eran simples y actuaba según los designios de la naturaleza que me ha creado…

—¿Cómo que la naturaleza? Las cosas, incluido el Diablo, ¿no las ha creado todas Dios?

—¡Qué disparate!

—¡Propio de las limitaciones de la razón humana!

—¿Pero qué sentido tendría que Dios crease el Diablo?

—¿Entonces…?

—Vamos por partes y sin salirnos del tema del bien y del mal. Ese es un asunto más complicado de lo que imaginas y dudo de que estés ya capacitado para comprenderlo.

—De acuerdo, pero sin poner en duda mi capacidad mental. Si fuera lerdo ¿qué sentido tendría esta charla?

—¡Aprendes pronto, se ve claro que has aprovechado bien mis enseñanzas! Sin duda Dios es la verdad absoluta, ¿pero qué es la verdad?

—La ausencia de contradicción en el enunciado de algo.

—Entonces comprenderás que la verdad ¡no puede ser de este mundo! Tan pronto como alcanzases un enunciado sin contradicción alguna no habría ya nada que preguntar ni aclarar, ¡sería el fin de la falsedad, pero también de la verdad!

—Entonces ¿para qué tanto interés por descubrir la verdad?

—No es un interés caprichoso, es una necesidad imperiosa consecuencia del transcurrir del tiempo. Todo lo que transcurre termina con su duración, y al final de la duración está inevitablemente Dios.

—De ahí mi incapacidad para el movimiento, pues todo movimiento se detiene en mí. Sólo tengo que esperar. El Diablo es quien hace todo el trabajo; es quien entiende de los asuntos del tiempo. Yo sólo entiendo de duración.

—Pero ¿cuál es la diferencia entre tiempo y duración?

—¡Alma de Dios (¡perdón!), si está clarísimo! La duración es todo el tiempo que ha de transcurrir, en tanto que el tiempo en sí mismo es la sucesión de instantes que transcurren dentro de esa misma duración. La duración no se mueve, es decir, Dios; el tiempo sí, es decir, yo. La duración es absoluta, otra vez Dios, el tiempo es necesariamente dual: pasado y presente, y pertenece a lo substancial, una vez más, yo.

—Pero se supone que la duración también tuvo una causa; un principio y debe tener un final, como lo tiene el tiempo.

—¡No insistas machaconamente sobre esta idea! Si la duración es todo el tiempo ¿cómo puede haber un tiempo antes de la duración?

—¡Ahí está el dilema, una vez más, de la causa de la primera causa!

—Entre nosotros, te recomiendo que en presencia de Dios no vuelvas a plantear esta aporía o te meterás en problemas. Todo lo creado tiene las mismas limitaciones que su creador. Nada puede escapar a esta realidad… ¡ni siquiera el Diablo!

—Supongamos que cedo y me conformo, entonces ¿puedes decirme que hay al final de tiempo, una vez concluida la duración?

—Ya te lo ha dicho Dios mil veces, ¡de nuevo el Paraíso!

—¡Ahí quería yo llegar, y no voy a aceptar más evasivas! ¿Qué es el Paraíso?

—¡El Paraíso es la nada! Creo habértelo dicho ya al principio de esta discusión.

—Y tú, Diablo, ¿qué tienes que decir?

—¿Cómo puede el Diablo hablar sobre el Paraíso? ¿Es que has perdido el juicio?

—¡Pero entonces, estamos otra vez al cabo del camino! ¿Es que ninguno de los dos va a ser capaz de contestar qué hay por encima del bien o del mal?

—Tal vez en otra ocasión…

—¡El Diablo trata de confundirte! ¿Cómo puede haber algo por encima de Dios y del Diablo?

—¡Hasta la vista!, porque obviamente el Diablo no se puede despedir con un «adiós», o «con Dios»

—Hasta la vista, Diablo

—Yo también me voy. Tu pregunta me ha desconcertado algo, cosa poco habitual en mí, necesito meditar sobre este asunto.

—Yo no quería…

—No, si no pasa nada, sólo que es un tema nuevo y tengo que darle algunas vueltas al asunto. ¡Nos vemos en otra ocasión!

—¡Adiós, Dios!

—¡Adiós, hombre!



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